Incluso en bikini hay gente cuya presencia denota ese porte difícil de explicar que se llama clase. Es una cierta forma de andar, de moverse, de estar. Y pasa mucho más en las playas del Cantábrico que en las mediterráneas. Miran con esa superioridad que transmite que no eres de los suyos.
Eso que yo llevo mi bañador de Corto Maltés, de diseño de hace dos temporadas por lo menos y comprado en unas rebajas de esas de dos por uno y precio de saldo y eso, esta gente, lo nota. Ella lleva un vestido vaporoso, de esos de amebas, con la trasparencia sutil, nada grosera, con esa manga especial que no es ni corta ni larga y que acaba entre el codo y la muñeca.
Igual es mi tipo curvilíneo muy alejado de su figura estilizada. Mi corte de pelo a máquina tan distinto de la coleta perfectamente encajada sin un pelo fuera de su sitio. Su moreno es dorado, de esos playeros con tono brillante sin llegar a ser marrón quemado. Mi color es cetrino, moreno negro manchego mate, sin brillo alguno.
Los complementos también nos diferencian. Ella dos ligeras pulseras, una en la muñeca y otra tobillera, finas que decoran pero no se ven. Yo una gorra de propaganda, no es una empresa muy conocida, podría pasar por un logo de esos de diseño que no significan nada, salvo para los expertos en software o los detectores de vulgaridades.
Ella camina levitando sobre la arena, yo me hundo pesadamente. Su silla playera apenas roza la superficie, la mía se entierra desequilibrada.
Sólo me ha mirado de soslayo, no le gusto. No soy de su clase. O eso o no le gusta el “Rock on the beach” de los Ramones que tengo puesto a todo trapo.
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